Cerramos la puerta sin saber que no la abriríamos en mucho tiempo: un año desde el confinamiento que cambió nuestras vidas
Cuando hace un año cerrábamos la puerta de casa desde dentro no sabíamos que no la abriríamos en mucho tiempo. Ha pasado un año desde que aquel primer confinamiento y el COVID-19 sigue marcando nuestras vidas. Puede que estemos ante la oportunidad de aprender a ser mejores personas, pero también nos sentimos cansados.
Antes de que nuestras vidas comenzaran a llenarse de incertidumbres, miedos, y noticias casi en exclusiva sobre el COVID-19, yo solía ir a visitar a mi madre cada par de meses. Cuando mi hijo cumplió tres meses lo subí a un avión y esa fue una dinámica habitual para él durante su primer año y pico de vida, su vida previa a la pandemia. No solo volver a la casa de la abuela, también viajar. Antes de cumplir su primer año fuimos a Londres a visitar a una amiga. Las últimas navidades antes del ‘cambio’ visitamos Lisboa.
No habíamos vuelto desde Navidad y teníamos los billetes para finales de marzo de 2020. Pero todos sabemos qué pasó en marzo de 2020. El jueves 12 de marzo, cuando lo recogí de la guardería, el ambiente ya estaba enrarecido pero nadie podía sospechar la que se nos venía encima... En Madrid ya habían cerrado los colegios pero no pensábamos que eso ocurriera en donde yo vivo.
Entramos en casa y no volvimos a salir en muchos meses. Esa tarde avisaron de que se suspendía la guardería del día siguiente. El viernes no salimos a la calle, trabajé desde mi improvisado despacho en el salón (improvisado desde antes, porque yo ya estaba acostumbrada al teletrabajo), con el niño jugando alrededor.
Claro que desde que el 11 de enero se registrara la primera muerte por COVID-19, o incluso antes, desde que en diciembre de 2019 se comnezara a hablar de ese “brote de neumonía” que estaban investigando en Wuhan (China), andábamos alertas y recibiendo informaciones, pero no, no creo que pudiéramos intuir la intensidad con la que el coronavirus entraría por nuestras vidas.
Normalmente sabemos cuando hacemos algo por primera vez que lo estamos haciendo, somos conscientes de nuestros inicios, pero no es sino el tiempo el que nos dice que hicimos algo por última vez sin que fuéramos conscientes de ello. De ese modo, cuando aquel jueves regresamos a casa no éramos conscientes de que sería la última vez en mucho tiempo que volveríamos a salir a la calle, ni tampoco de que era la última vez que saldríamos libres, sin mascarillas, sin miedo.
Obviamente no pudimos viajar a finales de marzo como teníamos previsto. Retrasamos a mayo el vuelo para ir a casa de la abuela, pero tampoco volamos en mayo. Encadenamos cambios hasta finales de agosto. Volvimos a casa ocho, casi nueve meses después de la última vez y eso en un bebé que iba dejando de serlo para ir convirtiéndose en niño se notaba muchísimo.
Fue un verano diferente, con abrazos y salidas limitadas, con mucho cuidado, diciéndole al niño que al parque no podíamos ir pero que tenía gallinas, una piscina hinchable y hasta un tobogán 'particular' en casa de la abuela, para desquitarse de un confinamiento sin terraza ni ningún espacio exterior donde mirábamos por la ventana y saludábamos al niño del bloque de enfrente. ¡Cuánto nos enseñaron esos niños de paciencia y resiliencia! ¡Y qué poco aún lo hemos integrado!
Y después de ese verano regresamos a casa pensando que pronto volveríamos. Teníamos billetes para octubre, pero a unos días de volar, Andalucía ordenó el cierre perimetral. Comenzaron las “olas”. No, la pandemia puede que nos diera una tregua estival, pero iba a volver con más fuerza, más asesina, más cruel. Cambiamos los billetes para Navidad, pero la navidad no era segura y volar con un niño sin mascarilla para reencontrarnos con una abuela sanitaria no era el escenario más seguro... Cambiamos el billete de nuevo para no recuerdo si febrero o marzo, solo recuerdo que Andalucía volvía a estar confinada. Lo retrasamos entonces a Semana Santa, pero ya saben las medidas previstas. Ayer volví a retrasarlo para finales de mayo. Ya les contaré si podemos volar...
Más de 72.250 personas han muerto en España por COVID-19 desde que comenzara su expansión. No poder viajar o no poder ver a mi madre comparado con morir, comparado con perder para siempre a un amigo o familiar, no tiene comparación. Debemos sentirnos felices de estar vivos. Pero ya sabemos que cada uno vive sus miserias como las más importantes y a cada uno le duele su historia. El COVID-19 nos ha dejado a cada uno inmersos en nuestras propias batallas campales. Echamos de menos viajar, echamos de menos salir sin decir ‘Ay, la mascarilla’; echamos de menos abrazar a nuestros abuelos sin tener miedo a estar matándolos; echamos de menos abrazar y besar como hacíamos antes, tan latinos, tan cariñosos... Echamos de menos trabajar en las condiciones que lo hacíamos antes. Para algunos, con la seguridad con que ejercíamos nuestra profesión. Para otros, sencillamente trabajar. Vivo en un territorio donde el turismo supone el sustento de la mayoría de las familias. Vivo en un territorio, por lo tanto, donde el paro se ha convertido en la carta de presentación de la mayoría de la gente que conozco. Medio Ertes o Ertes completos, autónomos que malsobreviven, hosteleros en ruinas y un sector que predomina en mi entorno, trabajadores de la cultura que han visto como la carencia de espectáculos los ha dejado en casa soñando con volver a ponerle luces a una vida que se nos va apagando.
El viernes 13 de marzo de 2020, España decretaba el Estado de Alarma, el primero de ellos. Se mantuvo estricto hasta mayo, pero cuando el 21 de junio el país entraba en la llamada “nueva normalidad” todos éramos ya muy conscientes de que esa nueva normalidad distaba mucho de la antigua.
Hemos aprendido a campear temporales, a improvisar cabalgatas de reyes en casa, a soplar velas por videollamadas. Y dicen que tenemos la oportunidad de ser mejores personas, de mejorar nuestra relación con el medioambiente, de crear un mundo que se parezca más al que soñamos. Dicen que la pandemia es una oportunidad para reinventarse, para reconectar con lo importante. Hemos aprendido observando a nuestros hijos. Estamos saliendo adelante, estamos reinventando estrategias y luchando contra nuestros miedos. Aprendemos, sí, y además, estamos vivos. Pero ha pasado un año, un año desde que nuestra vida fue envuelta por el COVID-19, y también, lo cierto, es que estamos cansados.