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William Castle: un genio del marketing en el cine
Hay, por otro lado, quienes cuentan con la capacidad de urdir las más ingeniosas estrategias publicitarias para que el film, una vez finalizado, logre llegar a buen puerto y logre la repercusión deseada: Y luego está William Castle, quien durante su vida hizo gala de un indudable entendimiento de la labor que se realiza dentro y fuera del set de rodaje. Este estadounidense nacido en el Nueva York de 1914 supo llegar a la verdadera esencia del cine siendo muy joven, por ello contó con el privilegio de, en su etapa de aprendizaje, trabajar a las órdenes del mismísimo Orson Welles –quien por entonces ya había alcanzado el estrellato con su imprescindible Ciudadano Kane (1941)–. Tras cumplir con gran competencia en la dirección de algunos films de géneros variados como la comedia romántica ¡Vivir soñando! (1948) o la cinta de cine negro Zarpazos del destino (1949), se adentró en el mundo de los films de terror de serie B. Sería en este terreno donde, a consecuencia del bajo presupuesto, debería lograr un equilibrio entre la calidad de la obra a la vez que trabajaba en un astuto reclamo con el que garantizar la mayor audiencia posible en las salas de cine. Fue de este modo que Castle puso en práctica sus famosos gimmicks, pequeños trucos de marketing con los que el espectador quedaba prácticamente obligado a asistir al visionado del metraje a cambio de una sorpresa que el director habría preparado especialmente para él. El primer film con el que empleó esta táctica fue Macabre (1958), protagonizada por William Prince e inspirada vagamente en la obra de Edgar Allan Poe.
En ese caso en particular, Castle entregó a los asistentes un seguro de vida por valor de 1000 dólares para aquellos que fallecieran durante la proyección a causa del terror infundido por la película. Gracias a esto, las obras del neoyorquino poco a poco fueron convirtiéndose en auténticos fenómenos de masas en los que se concentraban centenares de personas. En el estreno de su obra Escalofrío (1959) –donde que contaría con la participación del carismático actor Vincent Price– dispondría asientos vibratorios que se pondrían en funcionamiento durante los momentos más horripilantes de la obra. Por otro lado, en House on Haunted Hill (1959) los espectadores podían abandonar la sala y serle reintegrado el abono de la entrada si se veían incapaces de finalizar la película. No obstante, para ello tendrían que pasar antes por una suerte de «paseo del cobarde», exponiéndoles así burlonamente frente al resto de los presentes. Con 13 Fantasmas, donde se narraba la historia de una familia cuyo hogar se encontraba bajo un oscuro maleficio, Castle tuvo la brillante de idea de repartir al público una serie de gafas que, valiéndose de los avances ópticos del momento, permitirían ver a los espectros de la cinta. Desgraciadamente y debido a la estandarización de las salas de cine en las décadas posteriores, muchos de aquellos trucos quedaron en completo desuso. No obstante, eso no resta mérito a William Castle, quien con gran imaginación aportó su granito de arena para hacer de la publicidad un auténtico arte.