Un laboratorio biológico subterráneo: la historia oculta del metro de Nueva York
El sistema de metro de la ciudad de Nueva York se trata de uno de los entramados de transporte más antiguos y extensos de cuantos existen actualmente en el mundo.
Alrededor de 6 millones de personas se desplazan de forma diaria a través de cualquiera de las 468 estaciones que lo integran para dirigirse a su lugar de trabajo, centros de formación, lugar de residencia y/o cualquier otro rincón de la enorme metrópoli estadounidense.
No es de extrañar que bajo el actual estado de excepción provocado por la pandemia, su utilización se vea estrictamente regulada y sometida a constantes controles de desinfección.
El promedio de 3.415 casos por día que apuntaban las estadísticas la pasada semana hicieron saltar las alarmas e incrementar la vigilancia en el subterráneo de la ciudad.
Aun así, el metro de Nueva York siempre se ha tratado uno de los grandes enigmas virales del mundo.
Un estudio realizado el año 2015 por un equipo de investigadores de la Universidad de Cornell descubrió en el suburbano alrededor de 15.000 tipos de organismos de los cuales casi el 50% eran desconocidos para la ciencia.
Sin embargo y a pesar de tener un singular historial en lo que a estas cuestiones respecta, la relación del metro de Nueva York con los agentes patógenos es mucho más antigua y complicada de lo que a simple vista pareciera.
Bajo las calles de esta gran urbe, se oculta la historia de uno de los centros neurálgicos de la guerra bacteriológica más importantes de la Guerra Fría, retazos de un tiempo en el que la paranoia inducida por la constante tensión entre las dos superpotencias de entonces era una constante.
La historia se remonta al año 1966, cuando un equipo e investigadores al servició del ejército estadounidense irrumpió discretamente en las líneas de metro de la Séptima y Octava Avenida.
El grupo se encontraba equipado con una serie de ampollas que contenían un total de 175 gramos de la bacteria Bacillus subtilis, conocida por hallar su hábitat natural en cualquier tipo de superficie ordinaria: Aproximadamente, cada envase contenía un total de 87 trillones de organismos.
Acto seguido, los profesionales destruyeron los contenedores que alojaban a las bacterias y, mediante los dispositivos de muestreo de aire que portaban con ellos, hicieron comprobaciones rápidas sobre cómo se realizaba la expansión de las bacterias a través de la compleja estructura ferroviaria.
Tiempo después se confirmó que aquella no fue la primera vez en la que el cuerpo militar de los Estados Unidos de América incurría en actuaciones de similar catadura.
Según documentos recabados por el profesor Leonard Cole, director del Programa de Seguridad y Medicina en la Escuela Médica de Rutger, en Nueva York, al menos un total de 239 experimentos fueron perpetrados entre 1949 y 1969 bajo la égida de un protocolo de guerra biológica.
Esto suponía en el más leve de los casos un incumplimiento de lo acordado en el Código de Nuremberg según el cual para cualquier experimento, el usuario participante debe conocer de todas sus implicaciones y así aceptar motu proprio. En el peor, resultaba en la puesta en riesgo injustificado de miles de vidas humanas.
«Muchas de las bacterias empleadas por entonces hoy son considerados patógenos» afirmaba Cole, quien documentó todo esta información en su libro Nubes del Secretismo: Pruebas de Guerra de Gérmenes del Ejército sobre Áreas Pobladas.
Los científicos militares concluyeron que el tiempo requerido para exponer a todos los pasajeros de un solo vagón –abarcaba en 4 y 13– minutos según documentó el ejército en su informe «Un Estudio de la Vulnerabilidad del Sistema de Metro de Nueva York al ataque de agentes biológicos».
El programa finalmente fue desmantelado en 1970 tras una filtración de información que sentó a los científicos del ejército para testificar en el banquillo.
Según las palabras de Charles Senseney, uno de los sentados a prestar declaración en el banquillo de acusados allá por 1975, un virus más fuerte habría dejado «fuera de combate» a la ciudad de Nueva York.
No obstante y aun habiendo existido casos sustancialmente más perjudiciales para la salud pública, fenómenos y experimentos como el de la Bacillus subtilis debe recordarnos la importancia de seguir la normativa moral estipulada:
El avance de la ciencia en pos de un mundo más seguro debe ser una prioridad de todas las naciones, pero este desde luego no debe efectuarse a todo coste y más si supone un riesgo para la vida de nuestra ciudadanía global.