Qrónica de Cine

Bergman y von Sydow: historia de una pasión común

Unidos por el cine, director y actor deleitaron durante décadas al gran público con metrajes cargados de sensibilidad y belleza.

Ser el actor fetiche de Ingmar Bergman, uno de los cineastas más importantes que ha engendrado el séptimo arte no es sino un honor reservado para los intérpretes más talentosos.


No obstante y haciendo gala de un tesón formidable, el sueco Max von Sydow, fallecido el pasado 8 de marzo a la edad de 90 años, lo logró.


Desde bien pequeño supo que su vida profesional se encontraba ligada a los grandes escenarios y sets de rodaje.


Por ello, comenzó a participar en el club de teatro de su escuela para, años más tarde, dar el salto al «Dramaten» de Estocolmo, donde curtiría sus dones actorales de forma infatigable.


Poco tiempo más tarde, haría su debut cinematográfico con el film Sólo una madre (1949), que adaptaba la novela social homónima del escritor Ivar Lo-Johansson.


Fue en aquellos momentos cuando un joven realizador, que había alcanzado ya cierto renombre, fijó su atención en la extraordinaria constitución de von Sydow, su actitud mesurada frente a los focos y el carisma irremediable que denotaba:


Bergman, de por aquel entonces 39 años, estaba decidido en incluir a semejante prodigio en su siguiente producción.


El singular tándem grabaría en 1957 las cintas Llega el señor Sleeman, Fresas Salvajes y El séptimo sello, considerada esta última como uno de los 45 films más importantes de la historia según una lista elaborada por el propio Vaticano. Von Sydow se valdría de este nuevo impulso dado a su carrera para involucrarse en obras internacionales de gran importancia.


No se pensaría dos veces el convertirse en Jesús de Nazaret para La historia más grande jamás contada (1965), de George Stevens ni ponerse la sotana del querido padre Merrin en su icónico papel en el Exorcista (1973), de William Friedkin. Sin embargo, todo esto lo llevaría a cabo sin desestimar en ningún momento su relación con Bergman, con quien seguiría rodando títulos de corte artístico e intimista como La pasión de Anna (1969). La simbiosis entre ambos era, en definitiva, absoluta.

 

Así quedó retratado en la gran pantalla y de ese modo será conocido por las siguientes generaciones cuando deban indagar acerca de las vicisitudes de la historia del cine.