Madres paralelas
Tras hablarnos de sí mismo en la excepcional "Dolor y gloria", por mucho que afirmara que el personaje principal no era él sino que simplemente se parecía a sí mismo, sin que la egolatría y la autocomplacencia hicieran acto de presencia en ningún momento, logrando neutralizar los lugares comunes que suelen utilizar sus detractores para atacarlo con saña de la manera más gratuita y grotesca posible, Pedro Almodóvar vuelve la mirada hacia una de las dolorosas y más terribles aristas, aún sin resolver, de nuestra historia reciente como país: la de la recuperación de los restos de los asesinados durante y después de la Guerra Civil que yacen enterrados en cunetas y parcelas, para que sus seres queridos puedan reencontrarse con ellos y darles una sepultura digna, con nombres y apellidos.
Pero no hay que llevarse a engaño pese a que, inevitable y conscientemente, aquellos que se empeñen, caerán en él: quien espere del maestro manchego, responsable de uno de los universos más fascinantes, ricos y personales del cine contemporáneo, un simple film político que pueda resultar superficial, obvio, reparador o profundo en su exposición, esta no es su película. Las personas que nos situamos en la misma cuerda ideológica que el cineasta conocemos de sobra sus posicionamientos, que jamás ha ocultado en cuatro décadas, siendo una de las razones por las que ridículamente, hasta los extremos paródicos más cutres y grasientos, suele ser apalizado por aquellas personas que se encuentran en sus antípodas y juzgan su obra en base a unos presupuestos y lugares comunes que escapan a cualquier criterio que tenga que ver con lo puramente artístico. Precisamente por ello, Pedro Almodóvar sabe muy bien que no puede llevarnos al cine, a unos y a otros, colocándonos semejante anzuelo: ni es un Ken Loach de estilo cinematográfico plano, ineficazmente realista y didáctico hasta el sonrojo, ni es un anodino Fernando León de Aranoa, acostumbrado a escupir masticado cada trozo de sus panfletos enmarcados en un cine social de juguete que recurre a la ironía o al sentido del humor pretendidamente filoso para disimular sus trampas y cobardías.
Una vez más, pero depurando hasta casi la desnudez la capa más externa de su artificio, camino que inició tímidamente con "La piel que habito" y asentó en "Julieta", Pedro envuelve la historia y sus excusas con la libertad que proporcionan los ropajes estilísticos y morales del melodrama, el género en el que siempre se ha sentido seguro, su género, como también lo fue el de algunos de sus autores favoritos, que también son los míos, en el que la fotografía, la música, la iluminación, los decorados, los objetos, la fantasmagoría de los personajes y los quiebros imposibles y dislocados de las historias son los elementos que significan, que se revelan como recursos que dirigen y dan forma a las pasiones y emociones del relato y no al contrario. Por ello, es un error fiar "Madres paralelas" a su superficie: es preciso sumergirse en esta madeja de mujeres, tan queridas siempre por el cineasta, para sentir en su plenitud la abigarrada odisea de maternidades y el drama acontecido en ellas, que trasciende lo particular y encuentra eco metafórico en la tragedia colectiva pasada y en algunos de los tics del presente social de este país.
Dos mujeres a punto de parir coinciden en un hospital, tienen a sus hijas, que precisan de cuidados en sus primeros momentos de vida por problemas derivados de la adaptación a la vida extrauterina que, como bien observa el personaje de una portentosa Penélope Cruz, es algo que padecemos todos desde el momento en que venimos al mundo hasta que lo abandonamos, y que padecerán ambas desde que sus vidas y las de sus pequeñas se unen y quedan marcadas para siempre. A partir de este punto, con los pespuntes de la prodigiosa banda sonora de Alberto Iglesias, ese compositor-milagro convertido desde hace más de dos décadas en auténtico rasgo de estilo del universo del cineasta, Pedro Almodóvar pincela sensiblemente su melo con la Memoria Histórica, la desinformación de la juventud actual sobre el pasado más inmediato, los actos y consecuencias de las manadas de agresores sexuales, la manera en que el azar puede cambiar una vida o el terrible hecho de tener por presente lo que en realidad es una ausencia que jamás se hizo tangible.
No hay trampas ni maniqueísmos en esta obra que se suma a las mayores del genio: solo algunas frases en boca de los personajes directas, secas, sin rodeos. Con una honestidad y sinceridad raras de ver en un cine español cada vez más desdibujado y desprovisto de señas de identidad que nos interpelen directamente, una vez que ese retorno al pueblo se convierte nuevamente en su cine, en un momento catártico, solo la violencia filmada en primer plano de las herramientas que rompen y remueven el lugar de la tragedia de un pasado que no nos ha abandonado, supone el único instante de la película en que no ya Pedro Almodóvar sino la, por fin, confluencia de la historia individual y colectiva nos habla, nos grita, nos conmueve, subraya que está ahí.